Esta vez me tocó ser testigo

Esta vez me tocó ser testigo. Entrenándome para el maratón de Nueva York 2015, los 42 Km de Buenos Aires eran para mí un entrenamiento. No cualquier entrenamiento, uno muy especial. No sólo porque me tocaban 36 Km de fondo, sino porque iba a acompañar a mi hermano menor, Mariano, en su debut en el maratón. Una instancia tan importante en la vida del corredor, presenciada en primera fila. Imaginen lo que significa ver a los corredores debutantes, ahora piensen estar junto a una persona tan querida en ese momento, a lo largo de los últimos 36 Km del maratón.

El clima acompañó. Octubre es el mes del maratón de Buenos Aires, pero siempre hace demasiado calor. Es raro un día frío pero tuvimos la suerte de que la primavera no termine de llegar. Se había anunciado lluvia, pero la lluvia llegó al final, cuando casi no quedaban corredores sin terminar. Por supuesto, y como debe hacerse, participé del maratón anotándome. Si van a acompañar dentro del circuito, deben sí o sí anotarse. No se puede correr sin inscripción. Se puede, si uno quiere, ir por afuera y alentar en distintos puntos, pero si lo que uno va a hacer es meterse, debe ser con dorsal, sin discusión.

Me fui al kilómetro 6 para esperar a mi hermano, y pude ver pasar a los primeros corredores y a los compañeros de mi running team y a mi entrenador, Marcelo Perotti. Felicitaciones para ellos, que hicieron un carrerón. Cuando faltaba poco para que llegara mi hermano, una moto de emergencias y una bicicleta chocaron al costado de la carrera. Sin consecuencias, pero pudo haber sido un desastre. No hubo heridos y la moto no llegó a meterse en el circuito. El choque fue afuera, insisto. Una buena noticia fue que las bicicletas que solían molestar en las carreras, fueron prohibidas terminantemente y prácticamente no hubo bicicletas molestando dentro del recorrido. Algo lógico pero que en Argentina nadie respetaba.

Arranqué entonces en Recoleta junto a él y comenzamos la aventura de su primer maratón. No era una carrera más, claro. Ya habíamos acompañado juntos a mi otro hermano, Guillermo, en los 15 Km de New Balance y los tres a mi sobrina Micaela en los 3 Km de Casa cuna. Por esas cosas de la vida, este fue el año en que la familia se unió con más fuerza que nunca y lo hizo alrededor del running. Dos semanas atrás, nuestro sobrino Matías había sido internado para unos días más tarde ser sometido a una intervención quirúrgica compleja. Con la misma velocidad con la que el problema apareció, fue operado y comenzó la recuperación. No hay que poner suspenso en esto: Está todo bien. Pero esa fue la semana previa al maratón, lo que potenció la tensión y la emoción de los 42 Km. Cuando uno corre 42 Km las emociones quedan a flor de piel. Ya liberados de la angustia, imaginaba –sin equivocarme- que sería una carrera emocionante.

El maratón siempre es una fiesta para los corredores. Aunque algunos sufran más que otros, todo el aliento de amigos, conocidos y demás runners se siente a lo largo de los 42 Km. Por el día nublado y frío, este domingo fue particularmente amargo en el aliento del público. Casi no hubo aliento. De todos los maratones en los cuales estuve, este fue el más silencioso. No hubo casi espectáculos musicales (que suelen ayudar a que se junte gente) y las zonas casi abandonadas del maratón siguen siendo las mismas. Es recién en los últimos tres kilómetros, a la altura del Planetario, que llega el aliento final, el que más importa. La organización de la carrera, los sponsors y la ciudad deberá pensar en maneras de cambiar el vínculo del maratón con la ciudad, como ocurre en docenas de ciudades en todo el mundo.

El ritmo buscado era 4.35 el Km, aunque también podía mi hermano arriesgarse un poco más. A ese riesgo fuimos, moviéndonos un poco por debajo de ese promedio. Obelisco y Plaza de Mayo son bellos lugares para correr, siempre movilizar y emocionan. Algo parecido pasa con algunos sectores de La Boca, en particular al llegar al Riachuelo. Capítulo aparte merecería el tema del tráfico, demasiado grande el capítulo, posiblemente para otro relato. La hidratación estaba en orden y con el frío no nunca se llegaba a sentir la sed desesperada que habitualmente se siente en Buenos Aires. No hubo viento, al menos no uno significativo, así que eran las condiciones para una mejor marca. Carreras son carreras, cada uno sabrá si pudo ser este su día.

En un maratón pasa la vida. Por eso el maratón es la carrera más hermosa e intensa que existe. Pasa el dolor, la angustia, la euforia, la alegría, el humor, todo. En Buenos Aires uno conoce mucha gente y eso aumenta los saludos y las frases motivadoras o divertidas para aligerar el clima. En el puerto, a lo lejos, un hombre que venía caminando gritaba: Vamos Pumas, vamos Pumas! No parecía muy atinado teniendo en cuenta que era el maratón. Pero luego agregó: 64 a 19! Era el resultado del partido que los Pumas jugaron en Inglaterra contra Namibia por el mundial y que acababa de terminar. Un recuerdo absurdo para fechar ambas cosas.

En el kilómetro 30 está el temido muro. Pero cualquiera que tenga entrenamiento y no haga locuras, no debería sentirlo. No lo sintió mi hermano, seguimos adelante sin problemas. El tema, todos saben, es el kilómetro 36. Es ahí donde empieza el maratón de los que corren bien. Ahí se sabe si fuimos conservadores, arriesgados, si la casa está en orden o el mundo se viene abajo. Nuestro mundo no se vino abajo, pero el dolor comenzó. Los últimos cinco kilómetros iban a ser complicados. No tan complicados como para perder el objetivo final buscado, pero sí para sentir la fuerza del maratón a pleno. El maratón golpea de verdad, quien no lo haya corrido, no tiene idea de que tan fuerte. Por eso muchos solo corren un maratón y luego prefieren la forma de rigor de los 21 Km o los 10 Km. Distancias serias, pero diferentes a los 42 Km. Lo que se gana en coraje en esos kilómetros, dura para toda la vida.

Nuestro amigo Cristián Gorbea apareció para dar aliento y corrió un poco junto a nosotros. Su aliento nos ayudó. Veía que a mi hermano le dolía todo, incluso que le costaba tener el control de la dirección como al principio, pero nada del otro mundo. Era el dolor más que otra cosa. Faltando cada vez menos, el aliento subía y los conocidos también. Fue cuestión de aguantar. Mi hermano luchaba contra los calambres y por eso no subía tanto la velocidad, al ver el arco de llegada, sí comenzó a correr más fuerte. Cruzar el arco del maratón es lo más hermoso del mundo. Sentir que termina la larga travesía siempre es enorme. Dos semanas atrás, nuestra familia sentía el dolor y la angustia, ahora, pasada la tormenta, terminábamos juntos un maratón. Uno recibiéndose de maratonista y el otro acompañando. Fueron días difíciles. No era necesario pensar en Matías, él –ya recuperado- estaba con nosotros. Pasamos la meta y mi hermano estalló en lágrimas. De alegría, de emoción liberada, y de terrible dolor. Todo mezclado en el clásico combo del maratón. Ya había pasado lo peor. En esta metáfora de la vida que en parte puede ser el maratón, habíamos atravesado la tormenta los García, juntos. Unos metros más adelante estaba, esperándonos con el público, mi otro hermano, Guillermo, el papá de Matías. Abrazo y llanto de los tres García, como era lógico. En las buenas y en las malas, todos los kilómetros, hasta la meta. Esa es la familia del running y esa también es la familia. 03:13:56 fue su tiempo. Yo me tomé el atrevimiento de tomar la medalla de finisher en nombre de mi sobrino, que ganó una carrera más difícil sin consecuencias ni secuelas. A él le dedicamos esta carrera. Y la remera oficial que nos estampamos con la misma palabra: OHANA. Lo sacamos de la película Lilo & Stich. Ohana es una palabra hawaiana. Ohana significa familia. Y tu familia nunca te abandona ni te olvida.